miércoles, 3 de septiembre de 2008

Una fórmula ganadora

Jorge Gómez Barata


En las formaciones sociales precapitalistas ─ esclavitud y feudalismo ─ las estructuras estatales y la institucionalidad eran elementales y el poder se ejercía más o menos directamente y, aunque entonces pudo haber individuos generosos, por lo general se gobernaba de modo despótico y brutal. Los faraones y los emperadores, los caudillos militares, como tampoco los monarcas eran electos, razón por la cual no necesitaban ser simpáticos y la idea de gobernar sobre la base de consensos les era desconocida.

La llegada de la burguesía europea al poder y el predominio de la ideología liberal clásica (no debe ser confundida con el liberalismo oligárquico) impusieron la democracia, una forma de gobierno que requiere de la participación popular y del consenso, promueve la igualdad jurídica y el sufragio universal, que fue la primera expresión institucional del socialismo.

El advenimiento de la democracia favoreció el surgimiento de categorías políticas como el nacionalismo y el patriotismo, el comportamiento de gobernantes y gobernados conforme a Derecho y las ansias de libertad que, en medio de grandes luchas y tensiones, guerras que parecían interminables e inenarrables sufrimientos humanos, se abrieron paso, prosperando más en Europa, donde sobrevivieron al capitalismo salvaje.

En el siglo XIX, la explotación de la clase obrera por el capitalismo generó el mayor rechazo a un régimen social que se haya conocido nunca y que explican fenómenos como el surgimiento de los sindicatos, los partidos obreros y socialdemócratas, la aparición y rápida difusión del marxismo, la fundación de la Asociación Internacional de Trabajadores, la Comuna de París, la Revolución Bolchevique y otros acontecimiento a través de los cuales se abrió paso la idea de, por vía de la lucha política de masas, encontrar una alternativa a la explotación capitalista, incluyendo la supresión del propio capitalismo.

El despiadado comportamiento de la burguesía europea que en el siglo XIX impuso jornadas de trabajo extenuantes en condiciones infrahumanas, introdujo el trabajo infantil y femenino fabril, forzó la urbanización acelerada, proletarizó a parte del campesinado y convirtió la existencia de los obreros asalariados en un calvario, opacó lo que en materia de libertades civiles y políticas se había alcanzado y generó el repudio al régimen, definido entonces como una dictadura de la clase burguesa.

Bajo aquellas tensiones que generaron un profundo odio de clase, los fundadores del marxismo concibieron la idea del establecimiento de un orden social edificado sobre otras bases, con carácter socialista y con una organización política concebida como una “dictadura del proletariado”, formulación que Lenin acogió e incorporó al proceso de la Revolución Bolchevique que nunca se realizó en la práctica ni fue universalmente aceptada por los socialistas, muchos menos después de que, al amparo de ese concepto, Stalin estableciera un régimen burocrático y represivo que luego fue trasplantado a los países de Europa Oriental.

Todo hubiera sido diferente, si en lugar de tratar de implantar una “dictadura”, se hubiera promovido la edificación de una democracia socialista. Cosa perfectamente posible porque, en su esencia, desprovista de manipulaciones, en tanto que: “Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, la democracia es más compatible con el socialismo que con el capitalismo salvaje o neoliberal.

Lamentablemente, tanto el liberalismo como el marxismo, son filosofías, doctrinas humanistas, corrientes de pensamiento y no sistemas políticos. El capitalismo, como tampoco el stalinismo fueron consecuentes con los ideales democráticos.

Realmente el “socialismo democrático” fue una reivindicación de los marxistas, más exactamente de los comunistas que, comenzando por Rosa Luxemburgo y León Trotski trataron de incorporarlo al proceso revolucionario bolchevique y que con matices, en los años cincuenta, fue retomado en Polonia, Hungría y Checoslovaquia, donde fue rechazado por la Unión Soviética.

Para muchos luchadores, siempre fue evidente que, a pesar de sus imperfecciones, el socialismo pudo y debió ser más democrático que el capitalismo. La democracia como la gerencia es un modo de administrar, una manera moderna, eficiente, inclusiva y colegiada de ejercer la dirección política de la sociedad. Asumir que la democracia es burguesa y debe ser rechazada ha sido un costoso error.

En cualquier caso, por su cuenta y sin necesidad de excesos doctrinarios, en varios países latinoamericanos, fuerzas de izquierda han emprendido un innovador proceso. El descubrimiento consiste en asumir el socialismo como un camino, no un destino.

Hacer progresar a nuestros países, establecer estándares de justicia social, suprimir la pobreza y el hambre, perfeccionar el sistema político para hacerlo más democrático y participativo y ampliar cuanto sea posible el ejercicio de todas las libertades y todos los derechos, es avanzar hacía el socialismo. Incluir en un mismo proceso: democracia, socialismo y liderazgos auténticos y competentes parece ser una formula ganadora.