sábado, 13 de septiembre de 2008

La “agenda positiva”, nueva arma de injerencia de EEUU

Salvador del Río


En medio de los anuncios de retiro de los embajadores de Estados Unidos en Bolivia y Venezuela, y la respuesta recíproca del Departamento de Estado Norteamericano, surge un concepto expresado en dos palabras, “agenda positiva”, en cuyo significado, hasta ahora poco difundido, poco se ha reflexionado: éste es intervencionismo.

El vocero del Departamento de Estado, Sean McCorman, expresó en Washington su extrañeza por la expulsión de sus embajadores por los gobiernos de Evo Morales y Hugo Chávez. Estados Unidos, dijo, mantiene en la región una agenda positiva para ayudar a sus poblaciones, mientras que los gobiernos de Bolivia y Venezuela “no ayudan a su gente” y sus decisiones “sólo contribuyen a hundirlos más en el aislamiento”.

Los términos “agenda positiva” han venido siendo empleados por la diplomacia norteamericana como una manifestación en apariencia de buena voluntad para insertar a otros países en la “modernidad” del libre comercio y la apertura económica. La secretaria de Estado, Condolezza Rice, los usó en septiembre de 1997 al referirse a las intenciones de su gobierno de mantener una relación de cooperación con otros gobiernos, pero al citar al de Hugo Chávez lo calificó como una “mala influencia”
para América Latina.

La “agenda positiva” quiere ser aplicada por la administración norteamericana de grado o por la fuerza. La ayuda que los programas de cooperación implican está condicionada a su aceptación por parte de los gobiernos que la reciben. Son los casos de México, que en voz de su presidente Felipe Calderón no sólo admitió, sino que demandó la instrumentación de la llamada iniciativa Mérida, con la cual espera
recibir unos cuatrocientos millones de dólares para la lucha contra el narcotráfico y la delincuencia organizada; también, los de países como Colombia en el combate a las guerrillas o Perú, además de algunos otros que se mantienen como fieles discípulos de la globalización entendida como la hegemonía norteamericana en la economía y en la política.

Bolivia y Venezuela han rechazado en la práctica esa “agenda positiva” y han preferido seguir sus propios caminos para la solución de sus problemas; entre estas vías está el rechazo a la rectoría de los organismos financieros internacionales, la creación de organismos propios o regionales para su desarrollo y, cuando ha sido necesario, el rescate por nacionalización o expropiación de bienes estratégicos, en
pleno uso de su soberanía. La respuesta imperialista de la Unión Americana ante esas decisiones es una serie de acciones de presión que van desde los intentos separatistas hasta el financiamiento para movimientos desestabilizadores en busca de una percepción sobre una supuesta debilidad de esos gobiernos.

En mayor o menor grado, otros países del área latinoamericana se muestran dispuestos a sacudirse el control de las grandes corporaciones internacionales y a mantener una política interna e internacional al margen de esos lineamientos. Ecuador, Brasil, Argentina, Paraguay o Nicaragua se alejan por etapas de esa órbita. Es el problema que Estados Unidos advierte e intenta contrarrestar con el apoyo de otros gobiernos
apegados a su política.

La “agenda positiva” aparece así como un instrumento de injerencia cuyos resultados, sin embargo, no han sido hasta ahora los esperados por Washington. En México la llamada iniciativa Mérida, pendiente aún de ser puesta plenamente en práctica, no ha logrado reducir el problema de la delincuencia, que va en aumento pese a los programas anunciados para contenerla; la situación económica empeora no sólo como consecuencia de la crisis que se vive en Estados Unidos y con efectos en muchos otros países, sino por la imposibilidad de la actual administración para canalizar las inversiones hacia la creación de nuevos empleos. La desocupación, la abierta y la disfrazada, se incrementan.

La “agenda positiva” de la que comienza a hablar la administración norteamericana se mantiene, así, como una herramienta de control, aceptado cuando esto le es posible, y cuando no, por la intervención directa que puede llegar a límites insospechados.