domingo, 2 de noviembre de 2008

El Estado y el mercado

Jorge Gómez Barata


Desde el triunfo bolchevique hasta el fin de la Guerra Fría, por su intensidad y alto grado de contaminación política, el debate ideológico entre liberalismo y marxismo, asociados a agresiones y empeños propagandísticos, dogmas y descalificaciones mutuas, resultó esencialmente estéril.

La forma absoluta como una filosofía fue erróneamente opuesta a la otra, no sólo desmintió la interacción existente entre los fenómenos culturales de una misma época, sino que excluyó el intercambio conceptual y la asimilación mutua de aportes. La libertad y la democracia son bienes comunes y en realidad el marxismo y el liberalismo no son tan opuestos. Lo realmente incompatible fueron el anticomunismo visceral de occidente, estimulado por intereses geopolíticos y el dogmatismo soviético basado en una errónea lectura del marxismo.

Para Carlos Marx el socialismo se origina en el interior del capitalismo y aprovecha sus logros económicos, científicos, tecnológicos y culturales. Federico Engels, su estrecho colaborador que lo sobrevivió doce años y conoció la existencia de los monopolios, reflexionó sobre esas entidades en la socialización de la producción mientras Lenin, cuarenta años más joven y que estudió más profundamente el papel de los trust, elaboró la idea del capitalismo monopolista de Estado.

Desde la otra orilla, se acusó al socialismo eurosoviético de absolutizar el papel del Estado en la conducción de la economía en la dirección de la sociedad en su conjunto. Para Marx entre los grandes defectos del capitalismo figuraba la anarquía a la producción, mientras sus enemigos acusaron al socialismo real de exagerar el papel de la planificación. Tal vez, como otras tantas veces: “La verdad es mezcla”.

La idea de que el mercado todo lo puede es tan errónea como la creencia de que el Estado lo puede todo, incluso es equivocado creer que uno no debe nada al otro, que son antagónicos o que el primero puede existir sin el segundo y viceversa. No se trata de un galimatías sino de una manera de enunciar la dialéctica y la complejidad de la interacción de las tres instituciones básicas de la Era Moderna.

La combinación de libertades económicas, regulaciones estatales y democracia política, explican por qué en poco más de 500 años de modernidad, la humanidad avanzó más que en todas las épocas anteriores juntas.

Defender la existencia de “la mano invisible del mercado” con capacidad para regular la vida social desde el punto de vista de los intereses privados, no es lo mismo que renegar del Estado, expresión del interés publico y social a quien el pensamiento liberal clásico lejos de minimizar, realzó.

Tampoco para reforzar el protagonismo del Estado, dar prioridad al sector público de la economía, usar la planificación como recurso de gestión que permite distribuir centralizadamente los recursos para el desarrollo de las regiones y las ramas, así como utilizar los poderes legítimos del Estado para imponer la justicia social, es preciso demonizar la iniciativa privada y excluirla, tal como ocurrió en la Unión Soviética y Europa del Este.

Del mismo modo que la caída de la Unión Soviética reveló los defectos estructurales de aquel modo de producción y del sistema político edificado allí, la actual crisis del capitalismo pone de manifiesto defectos tan graves como aquellos, con la diferencia de que no existe un antagonista suficientemente fuerte como para explotar la situación y el sistema cuenta con reservas para asegurar su supervivencia.

En realidad el mercado y la planificación, el liberalismo y el marxismo, tanto como el socialismo y el capitalismo son creaciones humanas, etapas del devenir y formas de organización de la sociedad que no son intrínsecamente perversos. El mercado no es culpable de la maldad, la codicia y la mala fe de quienes lo aprovechan para explotar a la humanidad, la doctrina liberal no tiene nada en común con el neoliberalismo y el Estado no es responsable de los excesos cometidos en su nombre.

Colocada ante una encrucijada en la que está en juego la supervivencia del género humano y con conocimiento de las estructuras más eficientes para la solución de los problemas de la época y que convienen al desarrollo, lo que se necesitan son liderazgos legítimos, auténticos y competentes. Eso es lo que han logrado varios pueblos latinoamericanos y tal vez eso sea lo que buscan los norteamericanos al elegir mirando para abajo. Obama puede ser un mejor o peor presidente pero no cabe duda que es una esperanza para el pueblo de los Estados Unidos.