martes, 15 de julio de 2008

Con tales aliados

Jorge Gómez Barata


El éxito del capitalismo como sistema mundial se explica, entre otras cosas, por una plasticidad que le permite adaptarse lo mismo a la alta tecnología que al subdesarrollo, a la organización social más avanzada o a la tribu; es capaz de convivir con la planificación centralizada y con el liberalismo económico y no distingue entre la monarquía, la república, la democracia, la oligarquía o la dictadura. Tampoco se limita por escrúpulos éticos.

La explicación radica en que, al imponerse en los países más avanzados, aquellos que confieren el perfil a la economía internacional, el capitalismo irradia su influencia sobre todas las latitudes, logra caracterizar a toda una época histórica y se establece como un sistema mundial, capaz de operar en cualquier medio, aunque de modos diferentes.

Las mismas transnacionales que en Atlanta o Munich pagan salarios de leyenda y ofrecen prestaciones sociales que a Carlos Marx le hubieran parecido utopías; explotan trabajo infantil en Tailandia, hacen trabajar como bestias a las mujeres en las maquilas de México, usan los diamantes ensangrentados de Liberia y el coltan ilegal del Congo.

Bajo la mirada tolerante de la OMC, en los circuitos comerciales mundiales se lava de todo. Hay países que no producen ni importan maderas del bosque tropical y exportan muebles fabricados con ellas; el consumo mundial de diamantes supera en dos veces a la producción facturada y con el coltan extraído legalmente apenas pudiera producirse la tercera parte de los teléfonos móviles existentes, sin contar otros usos; la Organización Internacional del Trabajo mira para otro lado en el caso de las maquiladoras.

La lógica y la coherencia del capitalismo y de la burguesía no es un fenómeno exclusivamente económico sino también ideológico y político y, de cara a sus intereses, una virtud y no un defecto.

Jamás ha habido un debate interno capaz de dividir a la derecha, a la oligarquía o a la burguesía mundial. Ni en sus mejores sueños ha conseguido la izquierda una cohesión semejante. La disidencia es un lujo que sólo ella se permite y la crítica y la autocrítica a las que constantemente se somete son elegantes fantasías de salón, buenas para la academia, aunque funestas para la práctica política y la lucha revolucionaria.

Al margen de credos doctrinarios, capacidad para la comprensión de los procesos sociales y de crítica a los males del capitalismo o al sistema (que no es lo mismo), para ser admitido en la izquierda se debería tener una meta definida y un compromiso con la supervivencia y el progreso de nuestros países, entendido como procesos integrales, inclusivos y con justicia social. Todo lo demás es adjetivo o como mínimo, carente de meritos para la prioridad.

No se trata de relativismo político o de inconsecuencias ideológicas, sino del reconocimiento de la diversidad de situaciones derivadas del desigual desarrollo del mundo. Homologar las estructuras organizativas de la izquierda es de género tonto, como lo es suponer que en todas partes tienen las mismas tareas y han de comportarse idénticamente.

Nunca he conocido un político de derecha al que pueda calificar de romántico u utópico y ninguno ha tenido que clamar por la unidad de las filas de la burguesía para lograr la supervivencia del capitalismo. El criticismo no es un mal que ataque a los conservadores sino un peligro contra el que están ideológicamente blindados.

Al exagerar su actitud crítica y confundirla con un elemento de honestidad o profundidad política, elementos de la izquierda teórica o intelectual, se permiten incluso atacar con ira a quienes, según su punto de vista, se apartan de unas reglas que únicamente existe en sus cabezas. De ese modo, entre gente honesta y útil se abren espacios para que medren endófitos que corroen desde dentro unas filas que necesitan de la unidad, tanto como del aire que se respira.

La izquierda académica, entusiasta, imaginativa y fantasiosa, que planea el derrocamiento del capitalismo entre uno y otro sorbo de café con leche y que sometida a los rigores de los procesos revolucionarios reales arde como las mariposas en el alto voltaje, se cree químicamente pura: nunca hace concesiones, jamás se equivoca, nunca perdona y es implacable con los revolucionarios que al estar en el terreno de combate y bajo fuego, maniobran para sobrevivir y triunfar.

Esa es la izquierda que ahora, sin nada mejor que hacer critica a Chávez por no ocuparse y dedicar tiempo y esfuerzos a definir teóricamente lo que es el socialismo del siglo XXI y sospechan de él porque le parece que esa tesis no es consecuente con algo que alguna vez dijo Carlos Marx, lo crucifican por emitir una opinión acerca de la guerrilla en Colombia, hablar con Uribe y se escandaliza porque lo trata de hermano o amigo.

Claro está, esa izquierda que vive de lo que aparenta y no de lo que hace, subsiste por lo que cree y por lo que crea y que nunca ha tenido que responder por sus palabras, cargaría contra Chávez o contra Fidel si en lugar de lo que hacen hicieran lo contrario para, al final declararse desencantados y tomar distancia.

La realidad es que la Revolución es un ejercicio demasiado fuerte y no apto para diletantes. Tal vez tengan razón los que sostienen: “Con tales aliados apenas se necesitan adversarios”.