miércoles, 2 de julio de 2008

Bolivia: democracia contra la democracia

Jorge Gómez Barata


En Bolivia se libra una batalla histórica cuyo desenlace señalará límites y posibilidades de la democracia en América Latina. En esa confrontación, la oligarquía que a los terratenientes, el ejército y el clero, suma los ripios de la burguesía nativa sometida al capital extranjero que huele a petróleo y exhibe títulos universitarios y conexiones internacionales, trabaja, no sólo para recuperar el gobierno que perdió por vía electoral, sino que va por más.

Las castas separatistas cuyo extremismo configura el perfil del actual forcejeo, constituido por una mezcla de manipulaciones electorales, chantaje económico y terrorismo ideológico, no ocultan su intención de aprovechar para remodelar el país y hacer algo que, ni siquiera los conquistadores se atrevieron: excluir completamente a la masa indígena y protagonizar una inédita limpieza étnica.

La novedad no sería que de los departamentos separatistas nazca en América, un continente esencialmente mestizo y pluricultural, un enclave blanco químicamente puro, sino que en el resto de la Bolivia original, se fomente la más grande reserva indígena del planeta, tal vez un bantustán al estilo sudafricano o un ghetto muchas veces mayor que el de Varsovia.

No es cierto que la oligarquía boliviana se contente con “echar al indio”, modo en que despectivamente se refieren al presidente Evo Morales; su aspiración es plural y maximalista y se forma con el sueño de poder prescindir de todos los indios, como mínimo de excluirlos y de cerrarles el paso a lo único a que aspiran: igualdad.

Nadie podría imaginar ahora los extremos de barbarie a que pudiera conducir el triunfo de una opción ideológica semejante, heredera de un pensamiento racista que hunde sus raíces en la suma de criminales arbitrariedades que forman la historia de la conquista y la colonización del Nuevo Mundo que selló el destino de los pueblos originarios; nada menos que 100 millones de almas.

A los oligarcas y sus abanderados los prefectos de: Santa Cruz, Tarija, Benin y Pando, no les interesa el referéndum revocatorio convocado por el gobierno, ni ninguna otra consulta nacional, porque cruzaron el Rubicón y han roto con la Nación de la que no se consideran parte. Bolivia es para ellos la evidencia de la inviabilidad histórica de los pueblos originarios y, en cualquier caso, un enemigo.

Nunca se había vista en parte alguna una actitud semejante, nunca en la historia americana ni en ninguna otro lugar del mundo, una parte del pueblo había renegado con tanto desprecio y odio de la otra y jamás las masas y la juventud de ninguna región se habían dejado tentar por un programa tan mezquino como negarse a compartir con el país los recursos naturales de una determinada región.

La verdadera tragedia no radica en la posición de siete de los nueve prefectos del país, sino el grado de influencia que han logrado sobre determinados sectores de la población que ha dado a la confrontación un preocupante primitivismo. Cuando en la región el debate entre los círculos políticos más avanzados invoca al socialismo y desde todas las orillas, como mínimo se coincide en la necesidad de reformas estructurales profundas, en Bolivia la polémica adquiere una orientación racista y xenófoba en la que, con aterradora frecuencia se ha recordado a la más bárbara de todas las sentencias racistas: “El único indio bueno es el indio muerto”.

No obstante la férrea oposición de la oligarquía que, al menos de momento ha logrado infestar con su odio y su desprecio a una parte de la opinión pública local en los departamentos separatistas, el presidente Morales insiste en efectuar, el próximo 10 de agosto un Referéndum Revocatorio en el que la ciudadanía se pronunciará sobre la continuación en sus cargos del presidente y el vicepresidente de la República y los nueve prefectos del país, cosa a la que varios de ellos se oponen.

La oposición a la consulta popular sólo puede tener un motivo: temen perder.

La paradoja es por qué temen perder una elección cuando acaban de ganar varias consultas separatistas. La respuesta parece ser que en un caso, actuando como caciques políticos locales, estuvieron en condiciones de manipular y chantajear a la opinión pública, afrontar elevados índices de anexionismo y excluir las posibilidades de fiscalización independiente, cosa que no podrían hacer, al menos no con total impunidad en una consulta regida por las autoridades electorales nacionales.

En el fondo, el hecho de que, circunstancialmente, acudiendo a presiones de todo tipo y chantajes económicos, falsas promesas y movilizando los resortes del primitivismo y el racismo, algunos oligarcas locales hayan logrado imponer sus agendas separatistas, no tranquiliza a la oligarquía en su conjunto. En definitiva para que la democracia funcione, necesita de las mayorías y, en cualquier lugar, pero sobre todo en Bolivia, los pobres son más y ahora, por primera vez saben lo que quieren y como conquistarlo.