lunes, 16 de junio de 2008

Hambre estructural

Jorge Gómez Barata


Aunque lo parezca, los gobiernos que procuran donativos de alimentos no son los que mejor luchan contra el hambre, tampoco lo hacen aquellos que optan por importarlos, ni quienes permiten que se exporten antes de cubrir las necesidades nacionales. Todavía falta hablar de la redistribución de la riqueza social, del régimen de propiedad y tenencia de la tierra, de las políticas fiscales, crediticias y comerciales respecto al sector agrícola y el campesinado, para adentrarnos en la complejidad de la lucha, no sólo contra el hambre sino por el desarrollo.

Tampoco es elegante ni digna la actitud de quienes critican los subsidios con que los europeos y norteamericanos privilegian a sus agricultores, mientras olvidan a sus campesinos y empresarios agrícolas e incluso conspiran contra ellos al condenarlos a la ruina suscribiendo tratados de libre comercio desventajosamente absurdos. La creencia de que importar alimentos puede ser más barato y rentable que producirlos en el país, debería ser económica y moralmente inaceptable.

Ganancias aparte, sostenido durante décadas, a largo plazo, la importación desmedida conduce a la postración y a la ruina, entre otras cosas porque impide el desarrollo del sector agrícola, de la clase campesina y del ámbito productivo, paraliza la generación de empleos, no estimula la realización de obras de infraestructura, cierra el paso al fomento de tradiciones productivas, impide el desarrollo de la cultura de la producción y la disciplina del trabajo y no permite el despliegue de habilidades gerenciales y administrativas.

Una sociedad que no produce tampoco necesita capital humano, no requiere de escuelas de oficios ni de universidades para aprender tecnologías y los centros de investigación cientifica salen sobrando. Las sociedades subdesarrolladas afortunadas porque tienen petróleo, oro o pueden crear lo que el norte necesita, son productoras de dinero conque importarlo todo. El esquema funciona…para las élites y…hasta un día.

Ninguna escuálida ganancia comercial justifica renunciar al desarrollo económico, social y cultural que acompaña al crecimiento de la producción material.

Tras semejantes deformaciones, al menos en América Latina está el esquema, la mentalidad y el modelo económico impuesto por la dominación externa de producir para la exportación, primero por el dictak de las autoridades coloniales y luego porque convenía a la oligarquía y al capital extranjero.

Semejante estado de cosas implicó que no hubiera crecimiento de los mercados internos, consiguientemente, tampoco diversificación económica ni desarrollo de las clases sociales imprescindibles a la nueva sociedad, entre ellas la burguesía, el proletariado y los campesinos, todos ellos suplantados por sucedáneos teratogénicos.

Precisamente por ausencia de mercado interno, en ninguno de nuestros países se fomentó una situación que derivara hacía la aparición de monedas que sustentada en reservas propias y asumidas como obligaciones de los estados, pudieran compararse con las de otros países. La debilidad monetaria obligó al culto a las divisas extranjeras y a la búsqueda del papel moneda foráneo.

Aquellas horripilantes deformaciones de la estructura económica y concomitantemente con ello de las sociales y políticas, dieron origen a la situación actual, entre otras cosas porque todas las soluciones se han procurado dentro del mismo marco. Las economías latinoamericanas, en lugar de remitir las tendencias que dificultan el desarrollo, las confirman. Es como pretender apagar un fuego arrojándole gasolina.

Eso explica por qué los países crecen sin desarrollarse y al crecer lejos de resolver los problemas de origen los acentúan. A pesar de producir enormes riquezas. México, Argentina y Brasil, para hablar sólo de las grandes economías latinoamericanas son naciones tecnológicamente bien dotadas, con impresionantes parques industriales, acceso a cuanta tecnología agrícola existe, habilitadas energéticamente y capaces de producir alimentos para dar de comer a media humanidad y sin embargo, no pueden siquiera proteger del hambre y de las enfermedades a su población infantil.

Digámoslo para quien quiera escucharlo: con la vigencia de las actuales estructuras, no hay solución para el problema del hambre porque no la hay para el desarrollo; incluso el hambre que afecta a unos mil millones de personas en más de 100 países, puede retornar a naciones que la habían erradicado y presentarse donde ahora no se padece.

A la supervivencia de problemas estructurales se suman los cambios climáticos, el agotamiento de los suelos, la falta de agua y sobre todo factores políticos. El control de la biodiversidad y las patentes sobre organismos genéticamente modificados, particularmente las semillas, son componentes de la hegemonía que construye Estados Unidos.

En realidad asistimos a un reforzamiento del paradigma de la dependencia y a una consolidación de las deformaciones estructurales que impiden el progreso económico y social. Según una paradoja conocida desde los años sesenta, lejos de eliminarse, el subdesarrollo es acentuado por ciertas modalidades del crecimiento económico, es decir: “Se desarrolla el subdesarrollo”.

Lo que más duele es que todo está en manos de nuestros gobiernos y que, a fin de cuentas no es tan difícil. Cincuenta y cinco años atrás, ante el tribunal que lo juzgaba por los sucesos del cuartel Moncada, cuando era un reo con poco más de treinta años, no se había revelado como un marxista y no tenía un ápice de poder, Fidel Castro expuso un programa mínimo, realizable por gobiernos legítimos y populares y cuyo espíritu pudiera ser retomado.

“El problema de la tierra, el problema de la industrialización, el problema de la vivienda, el problema del desempleo, el problema de la educación y el problema de la salud del pueblo; he ahí concretados los seis puntos a cuya solución se hubieran encaminado resueltamente nuestros esfuerzos, junto con la conquista de las libertades públicas y la democracia política”.

Así de sencillo.